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jueves, 26 de noviembre de 2009

El mal o el buen ejemplo japonés

El impulso fiscal ha detenido la caída y ha permitido comenzar a observar algunos indicadores esperanzadores, en algún país e incluso CC.AA., aunque todavía es pronto para concluir que la crisis haya sido superada. Ahora, el ajuste fino es fundamental porque sin él no se conseguirá, por ejemplo, sanear las entidades financieras a fondo para conseguir que recuperen su labor mediadora en los mercados crediticios como los únicos agentes capaces de provisionar un bien público como el crédito y la liquidez (siempre y cuando continúe artificialmente aparcado el debate sobre los instrumentos públicos de financiación, la banca pública, sobre todo tras la nacionalización encubierta de tantas entidades en los cinco continentes). Creo que todavía estamos lejos de alcanzar ese objetivo.

Debemos hacer todo lo posible para evitar que a pesar de la necesidad de perseguir grandes objetivos como el impulso de la I+D+i o el cambio de modelo de crecimiento no caigamos en los mismos errores que cometió, por ejemplo, Japón. Es la hora del ajuste también fino. Sería una tragedia que en algunos aspectos la experiencia japonesa de los últimos años pueda convertirse en un indicador adelantado de lo que le espera a Europa y a nuestro país.

Japón, después de las crisis del petróleo, en la década de los 80, pareció estar a punto de convertirse en la primera economía del mundo. Sus empresas tecnológicas y del automóvil, sus bancos, extendieron su acción por todo el planeta, se hicieron con Wall Street y pusieron contra las cuerdas al hasta entonces imperio inexpugnable del motor de Detroit. Hoy, varias décadas después, ese momento de auge no se reconoce en la realidad japonesa a pesar de que sigue siendo una sociedad próspera con una renta per cápita de 35.000 dólares. Apenas un banco entre los veinte primeros del mundo, cierta apatía inversora en el exterior, empresas que han perdido sus incuestionables liderazgos y a las que les han surgido competidores en todos los sectores y no en Europa ni en los Estados sino en Asia, el continente cuya única potencia económica hegemónica era el propio Japón. Japón ha ido perdiendo influencia a medida que se han ido desarrollando otros países, lo cual es extraordinariamente positivo porque muestra el éxito de esa parte del mundo —Asia— que está sacando a cientos de millones de personas de la pobreza. Pero su experiencia y sus errores deben servir de aviso a otros países con coyunturas domésticas lastradas a pesar de tener una importante presencia en otros mercados.

La lectura positiva es que esa proporcionalmente menor presencia e influencia en el resto del mundo de Japón se debe al crecimiento de otras economías que han hecho reducir su cuota de participación en esos mercados pero no su presencia neta. Ello obliga, sin embargo, a prestar mayor atención al cuadro clínico japonés sobre su propio terreno. Algo que todas las economías desarrolladas van a tener que realizar con esmerado detallado, España incluida e incluso más que otras.

Cuando nos marcamos los objetivos económicos para España a medio plazo, debemos recordar que Japón, el Japón de la década perdida, del bajo crecimiento y de la deflación durante casi veinte años es un país que viene dedicando a la I+D+i el 3,4% de su PIB, cuenta con infraestructuras desarrolladísimas y una industria con el mayor índice de empleo de robots y avanza a toda máquina en este sector. En materia educativa es el tercer mejor país del mundo en el informe PISA de la OCDE. Si analizamos su crecimiento económico en los últimos años una vez superada la década perdida, a partir de 2003 el crecimiento de la productividad es superior al de la media de la OCDE, crecimiento debido a la mejora de la productividad de todos los factores de producción con un especial énfasis en la productividad del capital y del capital basado en el uso de las TIC’s (Tecnologías de la información y la comunicación). Un crecimiento del PIB basado en la mejora de la productividad y no en el aumento de la población ocupada que es prácticamente la misma desde hace década y media en un país con inmigración neta negativa. Un crecimiento que, por el lado de la demanda, se ha sustentado en la inversión no inmobiliaria, las exportaciones y el consumo privado. Sin duda un cuadro envidiable, un sueño para muchos.

¿Dónde están entonces los problemas del Japón? Por un lado, una deuda pública acumulada del 170% del PIB, una población envejecida y que es la más longeva del planeta, con unas proyecciones para 2050 de 74 pensionistas por cada 100 empleados. También, un intenso desapego social por su clase política. Este cuadro, en combinación con las consecuencias de la burbuja inmobiliaria que parasitó la economía japonesa en los años de esplendor mundial antes mencionados, antes de la década perdida, explican el resto. La burbuja disparó la deuda privada, desorientó con incentivos garrafales un sistema financiero antes pujante que nunca ha sabido recuperarse de ese golpe y hundió el ahorro familiar, antes muy alto. Sólo su capacidad exportadora ha permitido a la economía japonesa resistir la voracidad financiera del agujero inmobiliario que hasta hace poco tiempo era vista como una excepción en el mundo desarrollado, pero que ya sabemos que no es tal.

por: Cristian Sánchez

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